José Villaseñor T.

José Villaseñor T.

Rancho Sahuayo, ls de septiembre de 1963

Sr. Lic. Félix Dauajare Torres, San Luis Potosí, S.L.P.

Estimado Lic.:

Después de tanto tiempo de silencio recibí en México una carta suya, tan lacónica que más parecía una serie de telegramas. Como si hubiera Ud. escrito pequeñas notas al margen de la mía y me las hubiese enviado juntas. ¿Qué le pasa, Lic.? Quiero suponer que se trata del cansancio y apatía naturales que se apoderan del espíritu después de un parto creador tan considerable como Cuarta dimensión. De mi ensayo sobre La noche se contenta con decir que es «estupendo por su lucidez, penetración y claridad». Semejante elogio impersonal y genérico me parece muy bien en boca de un Juan Cuerdas cualquiera, pero no en la suya. Una diatriba con sello y sabor dauajariano hubiera sido, por lo menos, más estimulante. ¿Qué tal si yo, en justa correspondencia, le devuelvo la pelota, diciendo que Cuarta dimensión es un libro magnífico por su vigor emocional, originalidad de pensamiento y perfección técnica? Sería un comodísimo expediente para salir del paso sin el menor desgaste de materia gris: de todos los obsequios espirituales es el del elogio el que cuesta más barato.

Como en México no tenía yo el ejemplar, le pedí el suyo a Juan Espinasa, pero mi vengativo subconsciente me jugó una mala pasada: lo olvidé en un taxi y no tuve oportunidad de leerlo. Se lo digo para que tenga la bondad de enviarle a mi amigo un nuevo ejemplar. Al fin y al cabo Ud. es el verdadero culpable de la pérdida.

Ahora que he terminado ya la lectura de su libro veo que no tengo más remedio que renunciar a mis propósitos vindicatorios. Necesito hablar de Cuarta dimensión, independientemente de que me lo haya Ud. pedido o no. ¡Extraña poesía la suya, Lic.! Tiene la misma anodina apariencia de algunos de sus incoloros juicios «críticos», pero sólo la apariencia (Algo debían de tener en común para ser hijos de la misma persona). La diferencia estriba en que ante su poesía una mirada espiritual no puede pasar de largo.

Para hacer más inteligible lo que pretendo decir, empezaré por disociar dos funciones de la palabra que son inseparables, pero que apuntan hacia direcciones diferentes: el lenguaje-estilo y el lenguajere-presentación. Se trata de dos maneras de simbolizar: por mimesis directa en el primer caso; mediante un rodeo figurativo en el segundo. Como representación el lenguaje es un conjunto de imágenes (conceptos o metáforas) cuyo valor intrínseco se agota en el reino del entendimiento o de la fantasía, y que sólo por una referencia intencional «aluden» al mundo del sentimiento. Como estilo, en cambio, el lenguaje es caligrafía puramente emocional que imita las inflexiones de la vida interior. Se puede decir, entonces, que el lenguaje-representación no es más que el intérprete (pianista, violinista, etc.) del lenguaje-estilo, porque el estilo es la música del lenguaje, entendiendo por música no el ritmo superficial de los sonidos verbales, sino la melodía interior de las significaciones. Así como en el habla común los sonidos verbales no son más que el vehículo material de las representaciones, así en el lenguaje poético las representaciones no son más que el vehículo material del estilo: pertenecen a la ejecución, no a la composición de la obra. El más fecundo, brillante y original inventor de metáforas no merece siquiera el nombre de aprendiz de poeta, a menos que sepa construir melodías significativas.

A través de las páginas de Cuarta dimensión se advierte una economía cada vez mayor de recursos imaginativos, no porque no los haya en abundancia, sino porque su búsqueda ha sido sustituida por la aplicación de unos cuantos esquemas de la fantasía. La inmensa mayoría de sus metáforas son ejemplificaciones (discretamente elaboradas) del principio heracliteano de contradicción. En todo caso, nada llamativo hiere la sensibilidad del lector en este aspecto (vocablos inusitados, giros novedosos, asociaciones de palabras que nadie hasta ahora se había atrevido a juntar, y demás «hallazgos»). El lenguaje-representación es aquí lo suficientemente discreto e instrumental para no retener nuestra atención con sus virtuosismos de intérprete, señalando así que lo verdaderamente importante es la obra, no su ejecución. De manera que, como poeta, ha demostrado ser Ud. un experto y muy decoroso pianista (sin nada de «divo» estrella), y, desde luego, un compositor de honda, muy honda inspiración.

Música del sentido puro, y, por lo tanto, del sentimiento abstracto: eso es para mí su poesía. Un lenguaje que persigue fielmente las inflexiones tonales del devenir interior (los cambios de «regusto» emocional), desdeñando la gama de los matices cromáticos. Algo muy similar al Canto Gregoriano que, para elevar al orden religioso nuestros sentimientos, lo único que necesita es despojarlos de su cromatismo sensual, quedándose con los puros tonos. De manera, pues, que el adjetivo «abstracto» se emplea aquí en su acepción estética, no lógica, a la manera como se dice que es abstracta la pintura no figurativa. Su poesía lo es, porque no encarna el sentimiento vital del tiempo en su total impureza fáctica, sino el sentimiento contemplativo de su significación. En una palabra: llamo abstracto a ese sentimiento porque está desprovisto de la sensualidad emocional que es inherente a todo sentimiento concreto. En todo momento, pero sobre todo en sus páginas centrales, Cuarta dimensión me produce el efecto de un potente grito («un estallido de labios majestuosos»), pero sin voz, sin sonido: un grito abstracto que atraviesa los tímpanos del corazón sin herirlos ni halagarlos, sin provocar nuestras risas ni nuestras lágrimas, porque no es un vehículo de estímulos emocionales, sino únicamente de significaciones emocionales. Los poetas que yo conozco y amo (Unamuno, Rilke, y Walt Whitman) expresan el silencio, otorgándole voz; Ud. ha seguido el camino inverso, haciendo silenciosas las voces más estridentes del alma. De ahí que pueda definirse su poesía, de acuerdo con sus propios términos, como «el blanco demonio que destruye las voces / si asoman a la superficie del alma».

Tal parece ser, por lo visto, la misión que Ud. asigna al lenguaje: despojar a los sentimientos de su ruido existencial para que sólo sea audible la música de su sentido esencial. Debo subrayar, al respecto, la importancia de los poemas centrales, que son a la vez los más extensos y los mejores («Sobre la piedra inmemorial», «Resurreción por la mirada» y «Cuando la realidad estalla»; este último me parece un título más hermoso y adecuado a la substancia del libro que Cuarta dimensión). Si esto no es Poesía (con mayúscula), entonces yo también soy un Asno (también con mayúscula). ¡Cómo me han dado que pensar y que sentir esos tres pasajes inimitables! ¡Son tantas las cosas que me sugieren! Podría comentarlos largo, my largo; pero temo desbarrar. Por primera vez desconfío de esa ingenuidad que he considerado siempre mi verdadera virtud y fuerza. Por primera vez también, al leer una obra, echo de menos los clarines de la fama precediendo su paso, o, cuando menos, una voz autorizada con la cual confrontar mis juicios. Una soledad intelectual como la mía es arma de dos filos: lo mismo puede desembocar en la clarividencia, que en la pérdida de todo sentido de las proporciones reales.

Tal vez se pregunte Ud. por qué, de pronto, me he vuelto tan timorato. Las razones profundas las ignoro. Quizá se trate simplemente de un fenómeno de madurez. Pero el hecho es que tal fenómeno coincide con la lectura de Los reinos del ser, de George Santayana, un filósofo que se ha instalado en mi espíritu en el sitio de honor que antes ocupaban Whitehead y Bergson. Y sucede que Santayana es, como nadie, la voz misma de la prudencia y de la cordura. La dualidad Unamuno-Santayana constituye un binomio espiritual que no soñó Cervantes, empeñado como estaba en enfrentar la grandeza de la locura con las manifestaciones más mezquinas de la sensatez (el Cura, el Barbero, Sancho mismo). Don Quijote no se topó jamás con un cuerdo de su talla espiritual; pero la realidad tiene siempre más inventiva que los genios, y nos dio un abismo de locura en Unamuno y un abismo de sensatez en Santayana. Por lo visto, sigue siendo España la única tierra que produce hombres categoriales. Nunca, antes de leer a Santayana, pensé que el escepticismo pudiera tener una dimensión tan robusta y gigantesca, ni que fuera la raíz nutricia de toda filosofía, como la fe lo es de toda poesía. Le recomiendo pues Los reinos del ser (Fondo de Cultura Económica), una obra maestra de ontología (no de antropología con pretensiones ontológicas, como Ser y Tiempo), escrita en un estilo diáfano, sutil, severo y lúdico, impregnado de ironía y de melancólica belleza.

Recibí carta del Sr. Arredondo junto con una revista dedicada al psicoanálisis. Dele en mi nombre las gracias y dígale que pronto le contestaré.

Saludos a Ara, a las niñas y a mi ahijado. Cuando me conteste deme razón de Estercita y envíeme, si lo sabe, el domicilio de Juan Buendía.

Su amigo: José Villaseñor T.

P.D.: A falta de «voces autorizadas», me gustaría saber hasta qué punto Ud. como poeta se reconoce en mis juicios.

firma

 

Setting

Layout

reset default