Félix Dauajare, un olvido
y una memoria que no cesan
Ivecordar es olvidar, escribí alguna vez, porque lo que se recuerda ya no es lo que era sino la escena congelada, un gesto, una palabra que se incrusta en la memoria, queda ahí para siempre y se va transformando cada día en sucesivas invenciones, en monólogos compartidos, más allá de cualquier vida y cualquier muerte.
Desde acá, en este Guayaquil lejano, recuerdo a Félix Dauajare allá, en ese San Luis Potosí tan cercano y amado, convertido por el poder de la palabra en «un olvido y una memoria que no cesan», en una presencia permanente desde hace años, todo el tiempo posible o imposible, dialógica y renovada, revitalizada siempre a partir de su riqueza, de su generosa tesitura humana.
En el más reciente libro suyo que he leído, Félix señala algo que sin ninguna duda yo suscribiría:
«El tiempo, como el rostro dejano,
tiene dos caras, una hacia el porvenir:
la puerta de la nada o el todo,
otra hacia el paraíso:
la nostalgia y la pérdida»
Este poema desentraña, en mi opinión, la esencia de la naturaleza del hombre, expresada apretadamente en una canción tradicional de mi país como la «nostalgia de vivir un sueño hermoso», es decir, esa puerta de la nada o del todo, más bien del todo, que es una «saudade», esa nostalgia tristísima del futuro, y esa otra, de donde venimos, que implica la pérdida del paraíso, ¡gracias a dios!, porque hemos vivido.
Ahora, en San Luis Potosí, el lugar donde nacieron o viven tantas personas queridas, se le rinde un homenaje a Félix Dauajare. Pienso, entonces, que es el reconocimiento más merecido que pueda imaginarme, y también que entre la gente «fuera de serie» que me ha tocado conocer, Félix es «fuera de serie». Un solo ejemplo puede darnos la medida de esta dimensión: cuando llegué a México Félix Dauajare era ya un poeta reconocido; había publicado más de una docena de títulos de poesía y constaba en los diccionarios de literatura del país, mantenía una estrecha amistad con Pedro Garfias, uno de los integrantes del ultraísmo en España, y con Efraín Huerta, el «gran cocodrilo», poeta mexicano de marca mayor, varios de sus libros habían aparecido en el DF; además, había sido diputado al Congreso y presidente municipal de su ciudad natal.
A pesar de todo esto, Félix Dauajare decidió, en 1977, ingresar al Taller Literario de San Luis Potosí que funcionaba desde hacía tres años bajo mi coordinación. En La literatura potosina (cuatrocientos años), David Ojeda consigna este hecho con las siguientes palabras: «…en 1977, tres años después de fundado, ese taller acogería la humilde y ejemplar presencia de Félix Dauajare: expresidente municipal, político en retiro, poeta en activo».
Yo no utilizaría la palabra «humilde» (humildad es la «virtud que consiste en el conocimiento de nuestras limitaciones y debilidades y en obrar de acuerdo con ese conocimiento») sino «modestia» (modestia es la «virtud que modera, templa y regla las acciones externas, conteniendo al hombre en los límites de su estado», un concepto más ligado a la moderación o templanza, a la ausencia de engreimiento, que a la idea de humilde o sumiso). Y sí, fue la presencia modesta, sobria, dignísima, sencilla, generosa, joven y vital de Dauajare lo que recibió el Taller de San Luis Potosí y, por supuesto, su respaldo porque, como lo señala bien David, «al situarse en un medio donde algunos personajes, instituciones y proyectos se disputaban un papel rector de nuestra vida cultural, el taller se topó con distintas dificultades y antagonismos» y provocó, sin quererlo, «animadversión».
Después de tantos años he analizado ese gesto de Félix, dentro de ese olvido y memoria incesante que es, renovado en sucesivas invenciones, en dialógicos monólogos compartidos. Y he llegado a la conclusión de que Félix Dauajare no tenía nada que aprender con nosotros, que más era lo que podía enseñarnos, que su juventud era mucho mayor que la nuestra, que era (es) definitivamente, un hombre sabio y su sabiduría, como dicen los chinos con el respaldo de su cultura milenaria, es «saber que se sabe lo que se sabe y que no se sabe que no se sabe». Es más, estoy convencido de que Félix quiso darnos su respaldo, espaldarazo que fue muy útil para que el taller desarrollara su labor y obtuviera los extraordinarios que se conocen, no tanto por lo que yo aportara sino por la suerte que tuve —y que me ha acompañado siempre— de que sus integrantes fuesen tan talentosos.
Cabe subrayar aquí otra actitud de apoyo irrestricto al taller, la del arquitecto Francisco Cossío, director de la Casa de la Cultura, quien recuerdo por su caballerosidad y gentileza, por su dimensión humana y su bondad.
Félix Dauajare estuvo con nosotros en el taller y es, a la postre, uno de nuestros mayores orgullos, una presencia señera e insoslayable. Cualquier homenaje es poco en lo que a él respecta, todo homenaje es siempre frente a su actitud, su escritura y su señoría como persona.
Antes del taller Félix había publicado diez títulos de poesía, después del taller cinco: Contraataque, Sobresalto, Sin uno y sin nadie, Lo extraño y lo difícil y Una puerta tras otra puerta. Hay, pues, aparentemente un Félix Dauajare pretaller y otro postaller, pero no lo creo: él, solo, hubiera hecho todo lo que ha hecho, porque su signo distintivo es la renovación incesante, la revitalización permanente. Sí hay, en cambio, un taller pre-Dauajare y otro post-Dauajare, porque desde que él estuvo con nosotros ya no fuimos los mismos, tal fue (es) su incomparable presencia, su impagable compañía.
Fuimos más sabios después de él (tal vez debería decir menos ignorantes), y ahora recordándolo, leyéndolo, repitiendo estos hermosos (y sabios) versos suyos:
«Algún hechizo tienen los recuerdos
pues Platón los sentó en su mesa
como los invitados de la sabiduría»
Un estrecho, afectuoso abrazo desde estos lados y mi homenaje a un hombre cabal en toda la extensión de la palabra, a un poeta sin apelaciones.
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