Eudoro Fonseca

Félix Dauajare o la desesperada pasión
de estar en el mundo

 

H a y extraños casos de hombres que suelen aunar a la distinción intelectual la intensidad emotiva; se produce en ellos el feliz encuentro de la reflexión profunda con el estado de gracia, casi alado, de la imaginación poética. Reflexión e intuición: pensamiento de segundo grado, elaboración mental, por una parte; atisbo, vislumbre, revelación, por otra. He aquí los términos de una dialéctica en que los opuestos se confunden y se lían. La poesía habita el pensamiento y al revés; luego, ambos se transforman y confunden: lo uno es lo otro y algo distinto al mismo tiempo. La loca de la casa perturba a la razón; la razón incandesce, alumbra, se vuelve poesía.

Uno de esos casos singulares lo ejemplifica Félix Dauajare; sus modales suaves y atemperados, su noble cabeza, la sobria aristocracia de su fisonomía toda, anuncian y revelan al hombre de ideas, al poeta; es como si su apariencia externa fuese un trasunto de su tensión interior, la metáfora corpórea de la índole filosófica y poética que lo funda y sustenta.

Resulta admirable la persistencia de la vocación intelectual de Dauajare; ni las responsabilidades públicas, ni la fascinación del poder, ni la política, tuvieron fuerza bastante para apartarlo de su pasión única y verdadera: la literatura. No sucumbió a la tentación de la autocomplacencia y, en un medio tan presto a la exaltación como a la inquina, no quiso nunca asumirse como gloria municipal ni reflejar su rostro en el espejo de los santones de la villa. No lo hizo así por tres motivos: por inteligencia, por sencillez y por buen gusto. Prefirió, ante todo, el disfrute de esas horas silenciosas y expansivas de meditación y estudio, la agonía y el gozo de escribir, la antisolemnidad, el humor y la amistad de sus amigos.

Félix Dauajare es un escritor serio y, por tanto, un gran lector. Es, para los escritores que lo frecuentan, el amigo imprescindible que lo ha leído «todo» y que siempre tiene la referencia bibliográfica buscada; el que leyó hace veinte años los autores desconocidos que son hoy novedad y descubrimiento para otros.

Como lector, Dauajare, siendo voraz, elude dos extremos: el de aquél que lee cuanto cae en sus manos sin discriminación alguna, y el del otro que, a fuerza de ser tan selectivo, sólo lee a los clásicos y a los autores consagrados. Dauajare es ciertamente selectivo y lee solamente lo que le interesa; pero sucede que sus intereses son muy amplios y diversos; ha leído desde luego los libros capitales de la literatura y el pensamiento universales, son sus preferidos. A los autores de las cumbres literarias o filosóficas los llama afectuosamente «los grandotes». «Durante algún tiempo leí cosas que no valían mucho la pena; hay que leer a los grandotes; ellos dan en un párrafo lo que otros autores no aciertan a lograr en un libro, o en varios», me ha dicho en más de una ocasión.
Pero Félix Dauajare lee también a los escritores jóvenes, a los nuevos y novísimos que publican sus primeros libros, especialmente a los poetas.
Esta práctica es para él una suerte de antídoto contra la repetición y el anquilosamiento; sabe que por una fatalidad, casi biológica, los jóvenes son como las trompetas dejericó a cuyo aliento ceden las formas y las concepciones literarias envejecidas; son trompetas de Jericó, pero también demiurgos: edifican los cimientos de una nueva ciudad que habrá de alzarse sobre las piedras derruidas.

La poesía de Félix Dauajare es una que, a primera vista, pareciera más racional que intensa; la voz del poeta tiene un tono sosegado y reflexivo, más cercano a las meditaciones clásicas que al arrebato lírico. En suma, una lectura desatenta podría presentar la poesía de Dauajare como poesía conceptual, de índole filosófica, armoniosa, pero sin el pathos que mueve y conmueve la sensibilidad de los lectores.

Hay, es cierto, un trasfondo filosófico en la poesía de Dauajare; su visión del mundo es la de un realista un tanto escéptico; realismo y escepticismo parecen ser efectivamente dos dimensiones de una conciencia lúcida y dolorida frente al mundo. Dauajare es demasiado inteligente para ceder a los ardides del autoengaño y las ilusiones ingenuas. Su temple filosófico lo emparenta con Schopenhauer y Cioran, pero sin el acentuado pesimismo del primero y sin la desesperanza radical del segundo.

En su caso, el escepticismo no deviene amargura; se resuelve en una evocación y recreación poética del mundo desde una perspectiva distante, amorosa y nostálgica. La añoranza cubre con su vaho los recuerdos, vividos o inventados, mientras la ternura redime al poeta de la tentación del sarcasmo o la blasfemia.

De este modo, la poesía de Félix Dauajare, bajo la forma de una meditación serena —propia de una conversación íntima, o de quien habla en voz alta para sí mismo— posee registros emotivos de gran intensidad y belleza.

La poesía de Félix Dauajare está hecha de objetos y de tiempo («¿Las cosas viven porque vivimos nosotros / o nosotros vivimos en el tiempo/ y ellas no saben lo que esto significa?»). Su conciencia como tea encendida en medio de las cosas, toca éstas con su fuego, las purifica, las ilumina, las contempla, establece interlocución con ellas; las cosas entonces nos consuelan o nos duelen, nos miran desde la impenetrable realidad de su misterio o, simplemente, nos acompañan con delicada y grata mansedumbre: «qué quietas están las cosas / y qué bien se está con ellas», ha dicho Pedro Garfias.

Dauajare es, sin duda, uno de los poetas potosinos más interesantes y más importantes de este siglo; pero es, además, un hombre de bien, respetado y querido en su ciudad. Contemporáneo del mundo, por la amplitud de su saber, Dauajare es, sin embargo, un acendrado potosino, atento siempre a las exigencias de la buena crianza y a los deberes que impone la amistad.

Viejo sabio, o mejor, joven sabio, Dauajare ha hecho de la sencillez y de la muy genuina y difícil humildad intelectual un magisterio. No he conocido a nadie más alejado de la fatuidad y la vanagloria que él.
¡Cuántos bisoños escritores no habrán sobrestimado sus capacidades literarias al recibir reconocimientos tan sin reservas y tan generosos como los que suele prodigar el viejo maestro!

Dauajare tiene la costumbre -llevada por él hasta sus últimas consecuencias- de aprender de los jóvenes. Resulta conmovedor ver el vivo interés con que se acerca a un compañero en busca de una opinión o para inquirir sobre algún procedimiento o tópico literario. Si el joven escritor no tiene la cabeza en su sitio —y es común que en la juventud así suceda— puede invertir fácilmente los papeles e inferir equivocadamente que él es el maestro y Dauajare el aprendiz.

En esta actitud, verdaderamente humilde, estriba en buena medida la extraordinaria vitalidad y juventud que reboza Dauajare, la clave de su perenne primavera personal e intelectual, de sus arrestos siempre intactos, de sus búsquedas incesantes, de sus mejores hallazgos literarios.

Samuel Johnson escribió una vez que «La pena es una especie de moho del espíritu, que toda nueva idea contribuye a limpiar con su paso. Es la putrefacción de la vida estancada, y le sirven de remedio el ejercicio y el movimiento». *

Contra la putrefacción de la vida estancada ha luchado siempre Dauajare. La gente comienza a morir un poco cuando se fija en un recuerdo, en un momento que se quiere dorado, irremediablemente perdido o incomparable, cuando dice «no volveré a vivir nada igual», cuando renuncia voluntariamente a vivir hacia adelante, a seguir caminando, a proyectar los sueños al futuro, en fin, cuando la rosa se ha perdido. Dauajare es agua que fluye, es un río que camina como si nada: «nosotros que nos movemos siempre / sobre la piel del mar…»

Dauajare es un cultivador del lenguaje, un servidor de la palabra; su tarea, bien lo sabemos, es inabarcable, su aprendizaje infinito; ha dado ochenta vueltas alrededor de la palabra y no termina aún de conocerla ni de hallarla: «ir más allá es cosa de los ojos / de la sangre y de la imaginación / buscar es la tarea/ buscar siempre pero sin encontrar…»

 

Explorador de un mundo donde habita lo extraño y lo difícil, viajero infatigable de la poesía y, por ende, del tiempo («La vida necesita mucho tiempo y muy poco espacio»), en realidad ¿qué busca Dauajare?, ¿qué lo mueve? Nunca nadie acertó a darme una respuesta mejor ni más inapelable que ésta: lo mueve «el deseo de mundos limpios, de palabras nunca dichas».

Eudoro Fonseca

•Samuel Johnson, «De la pesadumbre» en Ensayistas ingleses, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Col. Cien del Mundo, México, 1992.

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