Laura Elena González

La poesía de Félix Dauajare:
un acto de contricción, un despojo voluntario

 

C o n el tiempo, y para la memoria de sí mismo y de aquello que lo envuelve, el hombre aprendió a enviar mensajes, gritos, o señales como una extensión de su huella sobre la tierra, un pedazo de piel rasgado por el roce con un tallo, una espina o una piedra, para que el semejante o la bestia siguiera el rastro.

Por ello, nos reconocemos en la semejanza con los otros; aunque también nos encontramos en la divergencia. Así nos distinguimos en la mirada y con la mirada del otro, el que también deja su marca y sabe reconocerla y seguirla.

La nostalgia de esa primera huella o de ese primer seguimiento nos acompaña y subvierte durante nuestra existencia. Esta nostalgia es una fuerza que nos empuja y atrae en la búsqueda de las piezas de un testimonio —o de un pasado— en el que las señales eran conocidas y reconocibles: memoria a la cual deseamos volver a través de alabanzas y sacrificios, de piedras devastadas, talladas o pulidas, de mitos y rituales que son un asidero en la historia, para el extranjero que somos todos, para el olvido que nos impone su desatenta memoria —ésa que se consigna defacto para la posteridad ascéptica y estéril.

Entonces, algunos se proponen la tarea de reconocer este abandono, de poblar ese destierro primigenio y develar la certidumbre de un territorio, la creencia de una posible salvación: la palabra.

La palabra de los que reconocen el dolor, la angustia de los memoriosos, de los que saben que ningún mapa conduce a un sitio definitivo, sino que los caminos son los definitorios de un momento de gozo, de una probable sonrisa frente al continuo adiós de las verdades y las pertenencias.

Este ha sido el oficio de Félix Dauajare: ser poeta para mediar entre el mundo inmediato —de lo tangible, de lo cotidiano y evasivo, de los objetos que nos rodean y nos desconocen— y el intangible mundo del misterio —las sombras de una historia que es la otra historia, la que se cuenta desde un despojo voluntario.

Ser poeta para marcar la ruta desde y hacia el interior de las cosas —aunque nadie se entere o lo sepa o lo mencione— como un acto de contricción que anticipa la ineludible presencia de la muerte.

Su poesía muestra cómo la forma se vuelve una necesidad contra el azar, creador y tirano, al que ésta se le opone igual que un atrevimiento posible: un nuevo orden ante el reconocimiento del despojo: «El riesgo le da entonces/ nueva forma a los pasos».

Pero ese tránsito no requiere ninguna certeza, sólo aquella de la palabra: «seguridad en las tinieblas». Y tampoco necesita una respuesta para el destierro que nos origina: «toda verdad se muestra en el ocaso:/ los despojos son signos del tiempo de la luz». Por eso «la pérdida, viéndolo bien, es nuestra sola posesión…»

De este modo, Félix Dauajare se nos revela a través de sus palabrascomo un compañero que se ha impuesto caminos para librar la batalla del deseo de permanencia contra las fauces de la temporalidad. Sin embargo, esa batalla sólo se da contra la fatiga o el hastío ante «el tiempo (perro fatigado de morder las cosas)»; o contra la ilusión onírica: «…Quién detendrá ese sueño / antes de que se precipite…».

Así aparece en la obra de Dauajare una necesidad de reconocer señales y de ofrendarnos dudas. Porque las verdades incuestionables se dibujan en su poesía como territorio de fango que atrapa certezas. Ahí la exactitud y la plena certidumbre son un ejercicio de miopía en nombre del progreso.

Su poesía nos instaura con una irónica sonrisa frente a la paradoja del que nombra para invocar el silencio: «Todos los escenarios deberán abandonarse / para el acto del silencio y de la oscuridad». El silencio se carga entonces de un sentido que nos cobija y nos hace posible imaginar «el sueño de la criatura intacta».

El «temor y el temblor» del Paraíso perdido para siempre nos hermanan. Y nos impone Dauajare un sello al hacernos reconocer lo irrecuperable de esta pérdida: «El temblor es el signo de estar aprisionado / en las fauces del cielo y del infierno».

Félix Dauajare es el semejante y el distinto, el que nos llama por un nombre que nadie recuerda y así nos muestra cuán delgadas y frágiles son las voces de una razón que recuerda para el vago supuesto de la posteridad. De este modo el equilibrio en la distancia se vuelve sedimento del olvido. Y la verdadera historia irrumpe con dolor, un dolor que casi siempre se ve disfrazado o justificado por ideas, por mitos y prejuicios: manipulaciones de redención, expulsiones de la muerte, pavor ante el silencio.

La poesía de Félix Dauajare, por eso, nos sitúa al otro lado del tiempo, en la otra historia, la que se ha exiliado voluntariamente del cuadriculado territorio de la razón. Y desde ese sitio marcamos un número que nadie contesta, fabricamos epopeyas en un tiempo reservado. Ahí «se ve por las rendijas / la amplitud que está fuera». Pero lo que está afuera se vuelve, por la rutina y la costumbre, un paisaje extraño. Porque vivimos en un mundo desatento somos nómadas de los territorios que nos cubren; y las palabras fundatorias parecen un murmullo distante, pues hay gentes «que no saben llevar una ciudad adentro».

En Félix Dauajare la palabra se desdobla y se revuelve: libertad y prisión; definición que extravía o extiende arbitrariamente los límites, propiciando así nuestro regreso del despotismo de la historia hacia el terreno cotidiano del dolor; contraataque frente a esa razón que no es sino otra fe, una distinta fe, una que alza un muro para encerrar la memoria cuando ésta se vuelve mentís y locura y se hace palabra, poema, duda, el signo y la señal de Félix Dauajare.

Laura Elena González

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